Mi isla no es la alegre mulata que conocen los turistas con un marpacífico enredado en sus cabellos lacios, piel de miel de abeja y caderas de contrabajo. Mi isla no son los almendrones, ni los mojitos, ni los tabacos, ni la cara del Che, ni los “¡Viva Fidel!” en los muros coloridos y descascarados.
Esa es la postal de mi isla, la que tanto venden y la que tantos compran.
Mi isla es un estudiante de medicina que sabe que su sueldo no excederá los 20 chavitos, y aun así se hace médico.
Mi isla es una madre soltera que hace lo que puede para alimentar a sus hijos a diario.
Mi isla es un padre que roba al gobierno para traer algo a casa.
Mi isla es un abuelo que recuerda y recuenta cuando un dulce costaba un centavo, y cuando se encontraban abarrotados de suplementos los mercados.
Mi isla es el epítome de la nostalgia, y del deseo contrapuesto con el desgano.
Mi isla son noches con el estómago vacío y alumbrones de vez en cuando.
Mi isla es la cumbre de los más altos e inventivos ingenieros que hacen lo que pueden con lo que tienen para lograr algo que se asemeje a lo que quieren.
Mi isla son esos tíos viejos e inadaptados que le cuentan a sus sobrinos la verdadera historia de Cuba, mientras toman un sorbo de su trago.
Mi isla es un dominó en el que se debate con más seriedad la situación del país que en una Mesa Redonda.
Mi isla no es una postal, está lejos de serlo.
Mi isla esta llena de luchadores, de universitarios, artistas, músicos, científicos e intelectuales frustrados.
Mi isla es una mina de oro, un diamante en bruto, una diosa presa en un cuarto.
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