La brutal reacción contra Hemingway lo ha expulsado en estos veinte años del Olimpo donde moran los grandes progenitores que engendraron y concibieron la expresión literaria de nuestro siglo. Al dispersar las cenizas descalificamos a los enterradores y encontramos otro hecho olvidado y evidente: nadie, ni siquiera su maestro Joyce, ha tenido una influencia tan planetaria como la suya. De algún modo su huella está presente no sólo en los nuestros, como en García Márquez, Rodolfo Walsh y Vargas Llosa, sino también en los suyos (Graham Greene, John Steinbeck, J. T. Farrell), en los franceses, de Malraux a Camus, y en los italianos, de Vittorini a Pavese.
Ernest Hemingway no puede regresar porque jamás se ha alejado de nosotros. Y quien hoy se levanta de sus cenizas no es tanto el campeón vencido, el cazador desmoronado que cobró su última pieza en sí mismo, como aquel muchacho que en un Montparnasse que ya no existe miraba lleno de valor y de esperanza un porvenir que hoy es nuestro terrible pasado. ~
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[Inventario publicado en la revista «Proceso» No. 243; 29 de junio de 1981.]
D. R. Herederos de José Emilio Pacheco.
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