UN DIA EN UN RIO DE GUANTANAMO CON LA FAMILIA
Después de 18 años sin visitar la isla de Cuba desde Uruguay me dan permiso para ir. Sin miedo a los gendarmes me paseo por la ciudad de Guantánamo.
La familia decide ir al rio, no un rio como los de aquí, sino algo como un arroyo caudaloso que llega a la cintura.
Mi sobrino Joe como buen cubano se ha agenciado y ha transformado una camioneta Chevrolet de los 50’ en un moderno tráiler de transporte para dar viajes a La Habana y así ganar unos dólares que mal no vienen.
Hace un calor insoportable. Llevamos un cerdo ya carneado, arroz, frijoles y plantones pintones. Yo voy delante junto al chofer que es primo mío. Por el camino compramos cerveza y la echamos en una tina de plástico duro y aserrín. Mi madre va a mi lado y se estrecha contra mí como si fuera a perderme.
Por el camino hay árboles de tamarindo lleno de fruto y más delante de mango coloridos que aquí no en Uruguay raramente se ven.
Subiendo la loma de La Farola veo los edificios a lo lejos de la Base Naval Americana que me trae traumáticos recuerdos.
Por fin llegamos a una entrada por donde cabe fácilmente un camión y nos introducimos por él hasta una explanada rodeada de mangales en plena parición.
Nos bajamos y aquello parece un ejército. Los niños corren a los frutos y los mayores al rio. Allí nos ordenamos. Rubén mi hermano hace un fuego con leña y coloca la carne sobre una parrillada. Mientras mi esposa, discreta para no llamar la atención, va pelando los plátanos y mi suegra prepara el arroz con frijoles.
Mi hermano, que también vive en el Uruguay ha traído a su esposa uruguaya la cual se harta de mango en el rio: mangos rojos, grandes, pulposos, difícil resistir a la tentación. Después lo pagaría con una diarrea incontrolable, no tiene enzimas para digerir tanta carga.
Yo me introduzco en el agua con mi hijo Orlandito y retozamos alegres, después se une mi hija Jennifer y nos echamos agua como tres niños. Y viene el resto de la familia: Joe y su esposa y sus hijos y otros primos a bañarse y a mantener la espalda debajo del agua porque el sol quema. Yo me siento junto a mama y mi hermano uruguayo y la lanzamos al rio con ropa y toda. Ella se queja pero se nota que le gusta.
Van sacando la cervezas frías ¡Están deliciosas! Yo sigo en el agua mirando a mis hijos y mi corazón se oprime. Menos mal que mi rostro esta mojado y no ven las lágrimas.
Nos llaman a comer. El congrí con plátano pintón está bueno y el pedazo de lechón es lo mejor. Yo me harto hasta que no doy más. Así hacen los demás. Yo tiro fotos a los grupos en distintas faenas y divirtiéndose en el agua. Miro a mis hijos por debajo del agua y parecen un caleidoscopio diluido que se ha mojado para siempre.
Después de esperar un rato nos vamos a bañar y a dejarnos arrastrar por la corriente unos metros sin perdernos de vista. Los muchachos han traído una botella de Habana Club y haciendo un círculo van pasándola uno a uno mientras bromean alegres. Yo no participo, estoy sentado al lado de mi madre y le paso un brazo por el hombro. Mi otro hermano hace lo mismo.
Anochece. Los chicos recogen mangos para llevarlos casa y seguir comiendo. Volvemos ya en plena noche. Mi mujer me prepara un potaje de frijol colorado que me cae bien. Ya bañado, salgo al corredor a tomar el fresco y no sé por qué estoy molesto. Extraño a Uruguay. Siento que después de 18 años he echado raíces allí, es donde pertenezco y que a Guantánamo voy como turista.
lunes, 6 de febrero de 2017
VERANO PUNTAESTEÑO VISTO POR UN GUANTANAMERO
Es pleno verano en Punta del Este. El sol pica la piel y el mar es más azul. El ambiente ha cambiado. Nos invaden los turistas argentinos y brasileños con sus descapotables Audi y Mercedes Benz. Es una delicia verlos circular por las calles a toda velocidad.
El Puesto de Lo de Cacho ha abierto para la temporada. La vista se alegra entre tanto verdor y el color de las frutas, algunas exóticas para mí.
Voy a la playa, a la Mansa que es más tranquila y tiene una mejor vista con la isla de Gorriti y los cruceros al frente. Han construido un pasillo de madera a lo largo de la playa donde los turistas de a pie pueden admirar la vista y pasear por toda la orilla. Yo llevo bermuda corta, remera y pantuflas y mi cámara foto digital.
No hay nadie bañándose a pesar del calor reinante. Bajo y me acerco a la orilla y meto las patas en el agua ¡Esta helada! ¿Cómo puede ser? Parece que la antártica está más cerca que los trópicos.
Hay sombrillas alineadas por todas partes donde se sientan a tomar el sol las clases más pudientes, sobre todo frente al casino Hotel del Conrad que tiene un parador en frente del otro lado de la rambla, cerca de la orilla y dos banderas anunciando el ron Habana Club para refrescarse con un daiquiri o un mojito cubano. Esto me recuerda mi tierra.
Veo las motos de agua alineadas cerca de la orilla listas para ser alquiladas. En el mar, a corta distancia, veo dos motos que compiten en una carrera loca y humeda hacia la eternidad si no frenan el paso.
Me detengo a deleitarme con un mojito. No son como los de Cuba, le falta lima como le gustaban a Hemingway en el Floridita de la Habana. De todos modos el hielo y la yerba Buena y el azucar hacen que el sabor sea delicioso. Lo tomo a sorbos, para que sea eterno, para que nunca se acabe.
El sol quema la piel, no me da tiempo a recorrer toda la playa hasta llegar al puerto donde se alinean yates lujosos y otros más discretos. Tiro algunas fotos para recordar aquella calurosa tarde en la playa en pleno verano de Punta del Este cuando sea más viejo, si Dios lo permite.
domingo, 8 de enero de 2017
EDUCANDO A MIS VECINOS
Cuando era un niño mi casa era la más grande de la cuadra y la clase media no era muy abundante. Teníamos televisor que mamá con su buen corazón abría la puerta para que los chicos del barrio-la mayoría descalzos- entraran a ver Las Aventuras de las 7:30.
Teníamos teléfono y cada mes se formaba un lio a la hora de pagar la factura pues siempre se colaba una de larga distancia que costaba más dinero y nadie se hacía responsable. Mamá pagaba.
Pero el lio mayor se producía a la hora de usar el refrigerador. Diversos vecinos guardaban la carne envuelta en un nilón en el congelador. Este era grande, un kelvinator ancho y profundo. No pasaba nada hasta que un día una vecina que era muy pobre y tenía varios hijos se llevó la carne de otra que era muy respetuosa y se llamaba Sonia.
Cuando Sonia vino a buscar su porción de carne a la hora del almuerzo esta había desaparecido. La única explicación es que la vecina que tenía varios hijos se la había llevado y como la porción era grande la empezó a cocinar. Yo fui a la pobre casa y le explique problema y la vecina pobre se hizo la que no se había dado cuenta pero en el sartén fritaba los big steak de Sonia. Tuvo que sacar la carne olorosa del sartén y yo se la lleve Sonia que ponía cara de mala. Intercambiamos las carnes. Al menos Sonia se había ahorrado aceite.
Cuando mi Padre se enteró del asunto prohibió el trasiego hacia el frio, el uso del teléfono a extraños y cerraba la puerta a la hora de Las Aventuras lo que perdió diversión a los niños que tuvieron que mirar de pie por las persianas.
Las vecinas involucradas no se hablaron más. Mamá casi no salía de casa y contrato a una jovencita con cama para que se encargara de esos menesteres.
Nunca más las vecinas usaron la heladera ni le hablaron a mi Madre que recibió una lección: no se puede ser tan bobo con los vecinos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario